
Asesinado
Pompeyo en Egipto, César prosiguió la lucha contra sus partidarios.
Primero hubo de vencer al rey del Ponto, Pharnaces, en la batalla de
Zela (47), que definió con su famosa sentencia veni, vidi, vici («llegué,
vi y vencí»); luego derrotó a los últimos pompeyistas que resistían en
África (batalla de Tapso, 46) y a los propios hijos de Pompeyo en
Hispania (batalla de Munda, cerca de Córdoba, 45). Vencedor en tan larga
guerra civil, César acalló a los descontentos repartiendo dádivas y
recompensas durante las celebraciones que organizó en Roma por la
victoria.
Una vez dueño de la situación, César acumuló cargos y
honores que fortalecieran su poder personal: cónsul por diez años,
prefecto de las costumbres, jefe supremo del ejército, pontífice máximo
(sumo sacerdote), dictador perpetuo y emperador con derecho de
transmisión hereditaria, si bien rechazó la diadema real que le ofreció
Marco Antonio. El Senado fue reducido a un mero consejo del príncipe.
Estableció así una dictadura militar disimulada por la apariencia de
acumulación de magistraturas civiles.
Julio César
murió asesinado en una conjura dirigida por Casio y Bruto, que le
impidió completar sus reformas; no obstante, dejó terminadas algunas,
como el cambio del calendario (que se mantuvo hasta el siglo XVI), una
nueva ley municipal que concedía mayor autonomía a las ciudades o el
reasentamiento como agricultores de las masas italianas proletarizadas;
todo apuntaba a transformar Roma de la ciudad-estado que había sido en
cabeza de un imperio que abarcara la práctica totalidad del mundo
conocido, al tiempo que se transformaba su vieja constitución
oligárquica por una monarquía autoritaria de tintes populistas; dicha
obra sería completada por su sobrino-nieto y sucesor, Octavio Augusto.
No comments:
Post a Comment